“Cada alumno toca su instrumento, no vale
la pena ir contra eso. Lo delicado es conocer bien a nuestros músicos y
encontrar la armonía. Una buena clase no es un regimiento marcando el paso, es una orquesta que trabaja
la misma sinfonía. Y si has heredado el pequeño triángulo que solo sabe hacer
ting ring, o el birimbao que solo hace bloing bloing, todo estriba en que lo
hagan en el momento adecuado, lo mejor posible, que se conviertan en un
triángulo excelente, un birimbao irreprochable, y que estén orgullosos de la
calidad que su contribución confiere al conjunto. Puesto que el gusto por la armonía les hace
progresar a todos, el del triángulo acabará también sabiendo música, tal vez no
con tanta brillantez como el primer violín, pero conocerá la misma música…El
problema es que queremos hacerles creer en un mundo donde solo cuentan los
primeros violines” (pp. 75-76)
Daniel Pennac
Daniel Pennac ejerce su actividad como
docente basándose en el análisis y la reflexión de sus propias vivencias como
alumno. A partir de ello, emplea sus recuerdos autobiográficos para ir
desarrollando estrategias metodológicas que favorezcan la motivación de su
alumnado. Para lograrlo, se centra en la figura del alumno con dificultades (el
“zoquete”, como lo denomina el propio autor, y como él mismo se sintió en sus
años de escolaridad). Así percibe él la llegada de estos alumnos y el contacto
con ellos: “lo que
entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo, de
inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias
acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de
futuro condenado. Miradlos, aquí llegan, con el cuerpo a medio hacer y su
familia a cuestas en la mochila. En realidad, la clase solo puede empezar
cuando dejan el fardo en el suelo y la cebolla ha sido pelada. Es difícil de
explicar, pero a menudo solo basta una mirada, una palabra amable, una frase de
adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos
espíritus, instalarlos en un presente rigurosamente indicativo” (p. 39).
Parece que toda su persona se compromete con
la docencia y con el reto de promover y desarrollar el potencial de sus alumnas
y alumnos. Una de las características más relevantes de su estilo en la
docencia, es el hecho de trabajar de forma transversal e integral, pues a
través de cada una de sus propuestas desarrolla múltiples aprendizajes: la
literatura como herramienta para la adquisición de vocabulario y de fomento de
la lectura y la oralidad, o el dictado como base para la comprensión y
razonamiento o para la mejora de la gramática. Sin embargo, esto no significa
dejar de lado el uso de herramientas tradicionales pues, tal como
defiende, “los males de gramática se curan con la
gramática, las faltas de ortografía con la práctica de la ortografía, el miedo
a leer con la lectura, el de no comprender con la inmersión en el texto y la costumbre de no
reflexionar con el tranquilo
refuerzo de una razón estrictamente limitada al objeto que nos ocupa, aquí,
ahora, en esta aula, durante esta hora de clase, ya puestos a ello” (p. 69). En cualquier caso, Pennac combina de
manera creativa la innovación con la tradición en el uso coordinado de metodologías diversas cuyos objetivos y resultados son
numerosos. Esto puede deberse a aquello que él detecta en unos pocos profesores
que tuvo, y gracias a los cuales siente que se salvó. “Eran artistas en la transmisión de su
materia. Sus clases eran actos de comunicación, claro está, pero de un saber
dominado hasta el punto de pasar casi por creación espontánea. Su facilidad convertía
cada hora en un acontecimiento que podíamos recordar como tal…Enseñándolo,
creaban el acontecimiento” (p. 153-154). De la lectura de su obra,
parece que él mismo ha descubierto este arte que tanto admiró en unos pocos
maestros.
En cuanto a los sistemas de evaluación, el autor emplea numerosas estrategias.
Sin embargo, la máxima central utilizada sobre qué evaluar y qué no evaluar es
la siguiente: “la respuesta absurda se
distingue de la errónea en que no procede de ningún intento de razonamiento…La
respuesta absurda constituye la diplomática confesión de una ignorancia que, a
pesar de todo, intenta mantener un vínculo” (pp. 101-102). Pennac considera
desacertado el hecho de calificar o evaluar lo que él describe como respuestas
absurdas.
Por último, es importante rescatar la
imagen que el autor tiene de un profesor conectado con su profesión. Tal como
ya hemos comentado sobre aquellos profesores que le sirvieron a Pennac de faro
en su infancia y juventud, la presencia auténtica del docente, el respeto, la
credibilidad y la escucha que pone en juego en su interacción con el alumnado,
son el eje de transmisión para que los propios alumnos y alumnas desarrollen
sus potencialidades: “La
presencia del profesor que habita plenamente su clase es perceptible de
inmediato. Los alumnos la sienten desde el primer minuto del año, todos lo
hemos experimentado: el profesor acaba de entrar, está absolutamente allí, se
advierte por su modo de mirar, de saludar a sus alumnos, de sentarse, de tomar
posesión de la mesa. No se ha dispersado por temor a sus reacciones, no se ha
encogido sobre sí mismo, no, él va a lo suyo, de buenas a primeras, está
presente, distingue cada rostro, para él la clase existe de inmediato” (p. 75).
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